¿El talento nace o se hace?, una pregunta que ronda en diferentes escenarios y conceptos.
Nos condenamos de entrada a que si no es genético, innato, natural o congénito, no podrá
ser nunca; una afirmación que consigo, puede llevarse sueños, momentos de felicidad e
incluso propósitos de vida.
¿Qué es el talento? Según algunas fuentes, lo definen como: “ la capacidad para ejercer
una cierta ocupación”. Hablando de capacidades, estaríamos entrando en el plano de lo
abstracto y lo relativo, en donde lo único que podemos concluir, es que capaz puede ser
todo aquel que tiene la iniciativa.
¿Sabías que a personajes como Albert Einstein, Thomas Alba Edison, Charlie Chaplin,
Marilyn Monroe, Walt Disney, Charles Darwin, Isaac Newton y Vincent Van Gogh, fueron
rechazados en múltiples oportunidades por “no tener gracia alguna”, ser “demasiado
ilusos” o “no cumplir con los estándares requeridos para la aceptación social”?.
Así es, como éstos personajes famosos de la historia, todos tenemos en nuestro contexto
personalidades, que se sienten en la autoridad de limitar nuestra vida a sus ínfulas y
frustraciones. Lo cierto es, que cada quién tiene una luz propia que está esperando el
momento de ser descubierta y salir a brillar.
También sucede que la técnica (conjunto de procedimientos o recursos que se usan en un
arte, en una ciencia o en una actividad determinada) y la práctica (ejercicio o realización
de una actividad de forma continuada y conforme a sus reglas), superan los resultados del
talento sin disciplina; lo cuál indica que estamos en la posibilidad de hacer cuanto
queramos siempre y cuando nos esforcemos lo suficiente.
¿Conocías la ley de La ley de las 10.000 horas de experiencia de Gladwell? A principios de
los años noventa, el psicólogo K. Anders Ericsson realizó un estudio en la elitista Academia
de Música de Berlín. Con ayuda de los profesores de la Academia, dividieron a los
violinistas en tres grupos.
En el primer grupo estaban las estrellas, los estudiantes con potencial para convertirse en
solistas de categoría mundial. En el segundo, aquellos juzgados simplemente “buenos”. En
el tercero, los estudiantes que tenían pocas probabilidades de llegar a tocar
profesionalmente y pretendían hacerse profesores de música en el sistema escolar
público.
Todos los violinistas respondieron a la siguiente pregunta: en el curso de toda su carrera,
desde que tomó por primera vez un violín, ¿cuántas horas ha practicado en total?
En los tres grupos, todo el mundo había empezado a tocar aproximadamente a la misma
edad, alrededor de los cinco años. En aquella fase temprana, todos practicaban
aproximadamente la misma cantidad de horas, unas dos o tres por semana.
Pero cuando los estudiantes rondaban los ocho años, comenzaban a surgir las verdaderas
diferencias.
Los estudiantes que terminaban como los mejores de su clase empezaban por practicar
más que todos los demás: seis horas por semana a los nueve, ocho horas por semana a los
doce, dieciséis a los catorce, y así sucesivamente, hasta que a los veinte practicaban bien
por encima de las treinta horas semanales. De hecho, a los veinte años, los intérpretes de
élite habían acumulado diez mil horas de práctica cada uno. En contraste, los estudiantes
buenos a secas habían sumado ocho mil horas; y los futuros profesores de música, poco
más de cuatro mil.
Esto nos lleva a deducir, que la práctica no es lo que uno hace cuando es bueno. Es lo que
uno hace para volverse bueno.